Himnos a la noche (III)

Abadía en el robledal, de Caspar David Friedrich



Antaño, cuando yo derramaba amargas lágrimas; cuando, disuelto en dolor, se desvanecía mi esperanza, y cuando estaba en la estéril colina, que, en angosto y obscuro lugar, albergaba la imagen de mi vida – solo, como jamás estuvo nunca un solitario, hostigado por un miedo indecible – sin fuerzas, pensando únicamente en la miseria. – Cuando entonces buscaba auxilio por un lado y por otro – avanzar no podía, retroceder tampoco – y un anhelo infinito me ataba a la vida apagada que huía – entonces, de horizontes lejanos azules – de las cimas de mi antigua beatitud, llegó un escalofrío de crepúsculo – y, de repente, se rompió el vínculo del nacimiento – se rompieron las cadenas de la Luz. Huyó la maravilla de la tierra, y huyó con ella mi tristeza – la melancolía se fundió en un mundo nuevo, insondable – ebriedad de la Noche, Sueño del Cielo, tú viniste sobre mí – el paisaje se fue levantando dulcemente; sobre el paisaje, suspendido en el aire, flotaba mi espíritu, libre de ataduras, nacido de nuevo. En nube de polvo se convirtió la colina – a través de la nube vi los rasgos glorificados de la Amada. En sus ojos descansaba la eternidad – cogí sus manos, y las lágrimas se hicieron un vínculo centelleante, indestructible. Pasaron milenios, descendían huyendo a la lejanía, como huracanes. Apoyado en su hombro lloré; lloré lágrimas de encanto para la nueva vida. – Fue el primero, el único Sueño – y desde entonces, desde entonces sólo siento una fe eterna, una inmutable confianza en el Cielo de la Noche, y en la Luz de este Cielo: la Amada.

Novalis (seudónimo de Friedrich von Hardenberg, 1772–1801), de Himnos a la noche (1800, tr. Eustaquio Barjau)

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