Égloga octava




Lento muere el verano 
y suspende el silencio con sus ruidos.
Un otoño temprano 
hundió verdes latidos,
árboles por la muerte merecidos. 

La luz nos atraviesa. 
Se detiene en tu cuerpo y lo decora. 
Tal fuego que te besa, 
consumida en la hora, 
ya se incendia la tarde asoladora.

Vivimos el presente 
en función del mañana y del pasado,
porque seguramente 
no estaré ya a tu lado 
en ese tiempo real que has desdeñado. 

En estas soledades 
se han unido el desierto y la pradera. 
Mas el gozo que invades 
ya no te recupera 
y durará lo que la noche quiera. 

Creciste en la memoria 
hecha de otras imágenes, mentida.
Y no habrá más historia 
para ocupar la vida, 
que esa huella de ti, vasta y perdida.

Inútil el lamento,
inútil la esperanza, el desterrado 
adjetivo del viento. 
Te ha poblado 
el transcurrir de todo lo acabado. 

Esperemos ahora
la claridad que apenas se desliza. 
Nos encuentra la aurora 
en la tierra cobriza, 
faltos de amor y llenos de ceniza.

Se acerca la negrura 
en la avidez del día que despierta.
En torno a tu hermosura 
se ha cerrado la puerta
de la alegría que me diste muerta.

No volveremos nunca 
a tener en las manos ese instante;
porque la noche trunca 
hará que se quebrante 
nuestra dicha y sigamos adelante.

El oscuro reflejo 
de ese ayer que zozobra en tu mirada, 
es el oblicuo espejo 
que bifurca la nada 
de esta reunión de sombras condenada. 

La llama que calcina 
de tu rostro sin voces ha crecido.
Pero ha de ser su ruina
la que instaure el sonido,
el silencioso estruendo del olvido. 

De los años la ira, 
la confusión, el peso, la derrota, 
no harán una mentira 
de todo lo que brota
en una noche de prodigios rota.

El mundo se apodera 
de lo que es nuestro y tuyo. Y el vacío 
acontece y vulnera; 
como el río 
que humedece tus labios, amor mío.

Eterna, única ausente, 
niña solar o hiedra que se esconde.
Te borras lentamente, 
más vivirás en donde 
tu presencia me escucha y me responde.

José Emilio Pacheco (1939–2014), de Revista Estaciones, año V, núm. 18 (1960)

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