Plomada




Este cuerpo de amada música se recuesta en la cercanía, y respira directo en tu nariz;
una astada masa, vista desde abajo, subraya el cielo de verano.
Desata la bolsa fluida de una línea de bajo;
una muelle patada en el bolsillo;
ociosa mas repleta
línea de bajo, que ara el limo del ser inferior;
abriéndolo, como rodillas.
El retumbo se mece hondo y atraviesa la barca hacia ti,
la tintineante cortina se abre, y ahí emerge, la
mugiente línea de bajo, la cabeza hacia el suelo rodante,
el tosido de un tigre, apaciguador:
no hacia dónde correr, sino si hacerlo, ante este
jaloneo de sonido que viene del anillo de cerros que te rodea.

Grueso cable torciéndose, raíz principal y tendón de sonido;
pezuñas jóvenes que machacan en un lodo viejo,
un cálido trueno sin amenaza,
el ritmo y la nota trotando juntos en tres dimensiones,
bajando en rosca justo a un punto sin asidero.
Y las partes ocultas, de cáscara blanda, de la música, ni hueso ni carne,
navegando sin fin de lo oscuro a lo claro;
ritmo del momento suspendido,
acumulándose en el borde tenso del arco exterior,
arrostrando el filo entre avanzar y desplomarse...
en alguna parte un armadillo se echa a rodar y le sonríe al sol.

La primera vez que me sentí así era una niña pequeña
y hacía rizos de mantequilla en la habitación de verano,
rasurando el dócil y brillante lingote sobre el plato blanco,
calculando la cantidad exacta,
contando las tibias y aceitosas ondas de estrías doradas.
Un blando pedregal de mantequilla para los invitados especiales, que se ofrecían
unos a otros rizos suculentos con el cuchillo miniatura,
su gastado mango de cuerno, su inocencia de romo filo;
la sabrosa mordedura mineral del perejil.
No conocía aún las cejas de John Belushi,
pero de haberlo hecho, habría comprendido.

Y se desliza de regreso la música, hacia la nuez del asunto;
esa línea de bajo que por su embudo hace fluir la oscuridad,
succión centrípeta que empuja las notas hacia afuera y hacia adentro,
cálidas olas que alzan los pies del banco de arena
y los depositan a exactamente un paso de distancia: hábil implante;
ninguna consonante, ningún cormorán en este mar de ondulantes inflexiones,
sonidos aluviales y lingotes hundidos; un resbalar caprichoso,
domos que confluyen, tibia, fluente espina de óvalos tejidos.
Ven, océano de dulces relinchos, codiciamos un don, un don.

Katherine Pierpoint (1961), de La generación del cordero: antología de la poesía actual en las islas británicas (2000, tr. Carlos López Beltrán y Pedro Serrano)

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