Este cuerpo de amada música se recuesta en la cercanía, y respira directo en tu nariz;
una astada masa, vista desde abajo, subraya el cielo de verano.
una astada masa, vista desde abajo, subraya el cielo de verano.
Desata la bolsa fluida de una línea de bajo;
una muelle patada en el bolsillo;
ociosa mas repleta
línea de bajo, que ara el limo del ser inferior;
abriéndolo, como rodillas.
El retumbo se mece hondo y atraviesa la barca hacia ti,
la tintineante cortina se abre, y ahí emerge, la
mugiente línea de bajo, la cabeza hacia el suelo rodante,
el tosido de un tigre, apaciguador:
no hacia dónde correr, sino si hacerlo, ante este
jaloneo de sonido que viene del anillo de cerros que te rodea.
Grueso cable torciéndose, raíz principal y tendón de sonido;
pezuñas jóvenes que machacan en un lodo viejo,
un cálido trueno sin amenaza,
el ritmo y la nota trotando juntos en tres dimensiones,
bajando en rosca justo a un punto sin asidero.
Y las partes ocultas, de cáscara blanda, de la música, ni hueso ni carne,
navegando sin fin de lo oscuro a lo claro;
ritmo del momento suspendido,
acumulándose en el borde tenso del arco exterior,
arrostrando el filo entre avanzar y desplomarse...
en alguna parte un armadillo se echa a rodar y le sonríe al sol.
La primera vez que me sentí así era una niña pequeña
y hacía rizos de mantequilla en la habitación de verano,
rasurando el dócil y brillante lingote sobre el plato blanco,
calculando la cantidad exacta,
contando las tibias y aceitosas ondas de estrías doradas.
Un blando pedregal de mantequilla para los invitados especiales, que se ofrecían
unos a otros rizos suculentos con el cuchillo miniatura,
su gastado mango de cuerno, su inocencia de romo filo;
la sabrosa mordedura mineral del perejil.
No conocía aún las cejas de John Belushi,
pero de haberlo hecho, habría comprendido.
Y se desliza de regreso la música, hacia la nuez del asunto;
esa línea de bajo que por su embudo hace fluir la oscuridad,
succión centrípeta que empuja las notas hacia afuera y hacia adentro,
cálidas olas que alzan los pies del banco de arena
y los depositan a exactamente un paso de distancia: hábil implante;
ninguna consonante, ningún cormorán en este mar de ondulantes inflexiones,
sonidos aluviales y lingotes hundidos; un resbalar caprichoso,
domos que confluyen, tibia, fluente espina de óvalos tejidos.
Ven, océano de dulces relinchos, codiciamos un don, un don.
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