¡Dios ha muerto!, el cielo está vacío…
¡Llorad, niños, ya no tenéis padre!
JEAN PAUL
I
Cuando, alzando hacia el cielo sus descarnados brazos
Bajo los santos árboles, como hacen los poetas,
Largamente hubo errado en sus dolores mudos,
Y se vio traicionado por amigos ingratos;
Miró el Señor abajo a los que le esperaban
Soñando con ser reyes, o sabios, o profetas…
Pero torpes, perdidos en el sueño animal,
Y se puso a gritar: «¡Dios no existe, no existe!».
Mas dormían: «Amigos, ¿no sabéis la noticia?
Mi frente ha tropezado con la bóveda eterna;
¡Estoy sangrante, roto, doliente sin remedio!
»Os he engañado, hermanos: ¡Abismo, abismo, abismo!
Falta el dios en el ara de la que soy yo víctima…
¡Dios no es! ¡Dios ha muerto!». Mas seguían durmiendo…
II
Prosiguió: «¡Todo ha muerto! He corrido los mundos;
Mi vuelo se ha perdido en sus caminos lácteos,
Hasta donde la vida, en sus venas fecundas,
Esparce arenas de oro y corrientes de plata:
»Doquier, tierra desierta rodeada de ondas,
Torbellinos confusos de océanos inquietos…
Un soplo vago agita las esferas errantes,
Mas no hay ningún espíritu en las inmensidades.
»Busqué el ojo de Dios, y sólo vi una órbita
Vasta, negra y sin fondo: la noche que la habita
Irradia sobre el mundo y sin cesar se espesa;
»Un extraño arcoíris rodea el pozo negro,
Umbral del viejo caos cuya sombra es la nada,
¡Espiral que subsume los Mundos y los Días!
III
»¡Destino inamovible, callado centinela,
Fría Necesidad…! Azar que, progresando
Entre los mundos muertos bajo la nieve eterna,
Enfrías poco a poco el universo exangüe,
»¿Conoces lo que haces, poder original,
De tus soles extintos, que uno a otro se rozan…?
¿Seguro que transmites un aliento inmortal,
Entre un mundo que muere y el otro que renace…?
»Padre mío, ¿eres tú a quien siento en mí mismo?,
¿Tienes poder de vida?, ¿puedes vencer la muerte?,
¿Acaso has sucumbido bajo un último esfuerzo
»De aquel ángel nocturno que marcó el anatema…?
Porque me siento solo en el dolor y el llanto,
¡Ay de mí!, ¡y si yo muero es que va a morir todo!»
IV
Nadie oía gemir a la víctima eterna,
Que en vano abría al mundo su corazón volcado;
Mas ya desfalleciente y sin fuerza doblado,
Llamó por fin al único — que velaba en Solima:
«¡Judas! —dijo gritando—, pagan por mí, lo sabes,
Véndeme sin tardar, y concluye el mercado:
Estoy enfermo, amigo, acostado en la tierra…
¡Ven, tú que al menos tienes la fuerza para el crimen!»
Pero Judas se iba, absorto y descontento,
Juzgando bajo el precio, con tal remordimiento
Que escrita en todo muro leía su ignominia…
Por fin sólo Pilatos, que velaba por César,
Con alguna piedad se volvió por acaso:
«Andad por ese loco», ordenó a los esbirros.
V
Ese loco era él, el sublime insensato…
¡Ese olvidado Ícaro que escalaba los cielos,
Ese Faetón perdido que fulminan los dioses,
Hermoso Atis maltrecho que reanima Cibeles!
El augur escrutaba el flanco de la víctima,
La tierra se embriagaba de esa sangre preciosa…
El universo a tumbos se inclinaba en sus ejes,
Y el Olimpo un instante vaciló hacia el abismo.
«¡Habla! —gritaba César a Júpiter Amón—,
¿Quién es el nuevo dios que imponen a la tierra?
Será, si no es un dios, al menos un demonio…»
Mas hubo aquel oráculo de callar para siempre;
Sólo uno podía explicar el misterio:
—Aquel que dio su alma a los hijos del limo.
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