Viaje en tren de Viena a Bonn




I

Son esos cascos lo que recordamos,
su forma de cráneo abierto,
y las caras de debajo,
crueles y uniformes.

Pero la gente sentada en este tren,
parece limpia y lúcida, vestida
de beige y crema: una niña sonríe,
lleva una mariposa de plástico y el camarero da
un huevo violeta a mi hija
para que se divierta. La amabilidad abunda.

II

Tras las ventanas, los árboles fluyen
veloces cual suave bruma,
de un verde tenue y de rocío florecido.

Aunque lo que veo son los troncos negros
de un cuadro de Brueghel:
las espaldas de tres hombres que vuelven
de una cacería, sus sabuesos los siguen,
sus duras líneas se marcan en la nieve.

III

El bosque no es más negro
que otros bosques, incluido
el mío, los campos que pasamos
podrían ser mi tierra, si se borra
lo que mi ojo les añade.

En este país hay un hombre
que escapa, y otros tres, lo persiguen,
sus abrigos marrones
ondean contra sus botas.

Entre las raíces del árbol, el hombre que corre
tropieza y cae
boca abajo y ahí se queda.

IV

Esto es lo que me intriga
de la historia que hemos oído
tantas veces antes:

los pocos que resistieron,
que no hicieron lo que se les ordenó.

Éste es el viejo temor:
no lo que te vayan a hacer,
sino lo que tú podrías hacerte
a ti mismo, o dejar de hacer.

Ésta es la vieja tortura.

V

Los tres hombres de oscuro y arcaicos
abrigos me dan la espalda, vuelven
a casa, al rancho y a una hoguera,
bromean, sus sabuesos los siguen.

El bosque me resulta
ajeno, más afín que la piel,
ignoto, algo tan primitivo
como las cuevas, pero enterrado, pétreo,

un cuchillo biselado en piedra, un
largo hueso que yace en las tinieblas
dentro de mi brazo derecho; no
inocente, sino oculto.

Margaret Atwood (1939), de Historias reales (1990, tr. Pilar Somacarrera)

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