Canto, celebro el cuerpo femenino,
de flaco a delgado, ampliamente redondo
—mala copia de la diosa esculpida en mármol—,
pronto sin embargo arrugado y con venas azules,
para que la mano tanteante, todavía con cariño
y como adiestrada, sienta los huesos, cuente huesecillos
como si quisiera despedirse
de una piel en otro tiempo tersa como un espejo
y ahora seca y crujiente.
Os canto a vosotros, pechos mellizos,
todavía jóvenes, con manos tanteantes llenas,
ya maduros, la doble almohadilla
para acoger la inquietud,
también llenos, llamados tetas
por hombres que maman, los maltrechos,
relucientes de sudor
y lamidos por el miedo
de que puedan crecer bultitos, el cáncer…
A vosotras bolsas flácidas, colgantes
—medio vacías o medio llenas—,
que sin embargo dejan sospechar
lo plenamente rellenas que estuvieron,
a todos vosotros canto, pechos,
de los que yo colgaba: chupando, nunca harto,
agotado, próximo al llanto,
tranquilo, por fin tranquilo;
o víctima de la melancolía
que nada sabe de sí
salvo el deseo de estar solo,
virilmente triste solo.
Pronto, ronco, le canto a él,
el coño, la vulva, el chocho
y el caracol en su casita,
el refugio desde joven;
ahora sella la fuente.
Adiós a él, el manejable culo,
que bajando por el plano inclinado de la espalda
se redondea en dos carrillos,
como si amaneciera: ¡el sol, el sol!
Adiós al pelo, la jungla
en donde me retuerzo cautivo.
Adiós a las manos, siempre en busca
de hoyuelos por descubrir,
al retiro, musgo húmedo de rocío
y el agujero en el seto.
Quedan los brazos y piernas
que me abrazaron, me empiernaron
durante siglos.
Adiós a la boca abierta,
la caverna habitable, el juego de la lengua,
que conoce reglas y se basta a sí mismo.
Adiós a la lenta caída,
el ruido elemental, cuando de pronto
lo que del animal ha quedado
se despierta entre estertores, gime ahora,
hasta que el grito sordo, luego creciente,
el grito llevado al alarido,
va aumentando, aumentando…
Adiós a la carne, que yace cubierta
de lana, terciopelo, tafetán,
envuelta en basto lino.
Demasiados botones, la cremallera se atasca,
tela sobre tela floreada o rayada
y seda —negra o blanca— abajo del todo,
hasta que finalmente el cuerpo
yace pelado y desnudo,
todavía femeninamente cerrado,
pero, apenas tocado, se vuelve
carne que respira, la que yo celebro,
celebro desde Adán, hasta que somos una,
como allí queda escrito.
Durante toda la vida, palpable ya solo en sueños,
encanto y maná,
carne de la que nací,
que deja hambriento de más;
no, nada de pin-ups,
nada de carne televisiva
que rosada promete a todos
ser siempre duradera.
Naturaleza fundida en forma,
como el celebrado, por mí celebrado cuerpo,
eternamente rodeado de verde por el suspiro amoroso,
al que, cuando se detiene, mi lápiz
traza líneas delimitadoras,
sigue sus redondeces,
lo llena de colinas y —más allá del horizonte—
lo nivela y vuelve a hacer plano.
Arroja sombras
y copia paisajes,
siempre nuevos, castamente deshabitados,
cada uno imaginado de distinto modo.
Adiós que no encuentra fin
con su canto que nunca enmudece
—¡Ay, querida, queridísima!—,
en qué concha, en qué oído
susurrado en la arena.
Ensartadas estrofa por estrofa,
suave hacia atrás, fuerte hacia delante.
Luego monótono y próximo al silencio,
hasta que el cuerpo se petrifica
lejos de toda carne.
Comentarios
Publicar un comentario