Bajo los astros




Es así que la casa deshabitada, por la tarde, suena de pronto como el cordaje de un barco.

Vibran a solas los cristales vacíos, la penumbra quisiera movernos,

y el animal pequeño, el de lustrosa piel en los rincones, trémulo huye, como siempre, a los altos distantes.

Es aquí donde decíamos: qué tiempo maldito hace debajo de los álamos, suerte que vino usted a tiempo, buenas tardes, oh padre, qué mala noche, qué buen día siempre.

Aquí, en el umbral que los nortes menudos de las puertas asuelan de gris y leve polvo,

alguno de nosotros, los de casa, debe vestir los pesarosos, los oscuros

ropajes del sacrificio para decir: aquí esperaba, y aquí cosía mamá sus misteriosas telas blancas,

y aquí entró aquel día el tímido lagarto, y aquí a mosca extraña que zumbaba, y aquí la sombra y los cubiertos, y aquí el fuego, y aquí el agua.

Porque llega una hora en que todas las casas se despueblan de sus ruidos mortales

y las vidrieras son frías como esos invernaderos desolados, lisos ojos de muerto, que nadie supo nunca donde quedan,

es preciso que alguien, alguno de nosotros, venga y diga: los cubiertos de casa, qué se hicieron, alguien sin duda los ha robado.

Grave silencio, sobre mi hombro descansas como el peso conmovedor de una muchacha sollozante.

Es así que ahora todo nos falta. Si alguien nos ofreciera un poco de café nos salvábamos

porque la casa deshabitada es adusta como la justicia del fin

y el viento que pasea por los altos no es sino el viento, las estancias no son más que las estancias de la casa vacía

y es como si no hubiese venido nadie, como si nadie mirase los recintos del hombre, bajo los astros.

Eliseo Diego (1920–1994), de Por los extraños pueblos (1958)

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